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La muerte, y después, ¿qué?


En esta página encontrarás fragmentos del libro de Wanda Pratnicka 
"Poseídos por los espíritus - Los exorcismos en el siglo XXI":


Antes de venir a este mundo, como almas, trazamos un plan para la vida que nos espera. Éste consta de diferentes alternativas que nos ayudan a afrontar de forma óptima -dentro de lo posible- las lecciones de la vida. En dicho plan están incluidos los más nimios detalles de nuestra existencia futura, como los lugares en los que viviremos, las personas con las que aprenderemos las lecciones, el aspecto que tendremos a distintas edades y las salidas de emergencia para poner fin a nuestra vida en el caso de que nuestro plan sea demasiado ambicioso.

Es evidente que en el momento de nuestro nacimiento nos olvidamos de todo ello a nivel de la conciencia; pero en niveles más profundos el alma lo recuerda todo. El alma decide también cuando y de qué manera terminará su encarnación. Incluso en el momento de la muerte, ella puede elegir permanecer más tiempo en el cuerpo físico e intentar solucionar su problema o morir. La muerte no se produce automáticamente, por sí misma. Al alma le corresponde decidir cuándo morir, adónde ir, qué dirección escoger. Tiene una libertad total, y nadie decide por ella. 

Cuando el alma decide marcharse y el hombre muere, la conciencia constata extrañada que sigue con vida. Continúa poseyendo un cuerpo enérgico, pese a que el cuerpo físico ha sido llorado y está enterrado en la tierra. A la conciencia este hecho le puede pasar inadvertido, porque ella se percibe a sí misma tal y como se percibía en vida: ve, oye, siente calor, frío, hambre y sed. 

Una vez abandonado el cuerpo, el alma detecta a su alrededor otras almas queridas que murieron anteriormente, que ahora la están esperando para darle la bienvenida y guiarla para que prosiga su viaje. También nos esperan nuestros guías espirituales, a quienes queremos. Los reconocemos con facilidad. En este instante tan delicado no se abandona a su suerte a ningún alma, a ninguna le falta la ayuda. Reina una atmósfera magnífica, festiva, llena de una alegre expectación ante un gran viaje. Ahora el alma, libre de los asuntos terrenales, asistida por los seres queridos, se dirige poco a poco en dirección de la Luz, que irradia felicidad y amor. Se siente segura, porque sabe que la quieren y que la están aguardando. Las almas que en el momento de la muerte estaban consumidas por la enfermedad o estaban inconscientes o aturdidas, por ejemplo, por haber recibido fuertes analgésicos, reciben ahora una ayuda especial. Ésta se puede equiparar a la asistencia médica aquí en la Tierra. Tiene por objeto devolverle la fuerza al alma, para facilitarle la continuación de su camino.

¿Por qué se quedan las almas?

Por desgracia, la mayoría de las almas que ha abandonado el cuerpo físico no ha atravesado el velo de la muerte hasta llegar al otro lado. Y lo que es peor, constantemente está aumentando el número de almas que se quedan suspendidas entre el Cielo y la Tierra: por alguna razón no se han decidido a ir con Dios. Las causas de este estado pueden ser muchas. (...)

La más importante es el hecho de que las almas, después de la muerte, frecuentemente no saben o no se creen que han fallecido. Nada cambia para ellas. No han advertido el instante de su propia muerte y creen que siguen viviendo. No son conscientes de que podrían ir a la Luz. Consideran que, ya que están vivas, siguen perteneciendo a la Tierra. (...)

Uno de los motivos por los que me decidí a escribir este libro ha sido el deseo de transmitir un conocimiento que permitiese entender cuestiones que son muy importantes para todos nosotros. Se trata de que los lectores puedan prepararse a sí mismos y a sus seres queridos para el tránsito al otro lado del velo de la muerte. Más pronto o más tarde todos habremos de enfrentarnos al problema de nuestra propia muerte. Para las culturas orientales, conversar sobre la muerte y sobre lo que nos espera después de ella es algo completamente normal, cotidiano. Lo saben hasta los niños pequeños. Esa actitud hace que la muerte no les pille por sorpresa. Hablamos de un conocimiento que protege tanto a los moribundos como a los que siguen con vida. Merece la pena trasladar esta costumbre a la cultura occidental: así habría muchas menos almas solitarias, que vagan impotentes sin saber para nada qué hacer consigo mismas y que no encuentran salida en ninguna parte a una situación que les resulta incomprensible. (...)


Algunas almas ya mucho antes de morir están fuertemente aturdidas. Por eso, cuando pasan por ella no son capaces de reconocer su auténtico estado. Entre ellas se encuentran los enfermos incurables a los que se ha administrado analgésicos muy potentes, los alcohólicos y los drogadictos. La mente de un enfermo que toma anestésicos se puede equiparar a la de un drogadicto. Ya desde mucho antes de morir no está en condiciones de recobrar el sentido. Cuando vuelva en sí le seguirá faltando el conocimiento acerca de la vida más allá de la muerte. (...)


El siguiente motivo por el que las almas no van a la Luz es el hecho de que temen ser castigados por sus acciones. En ocasiones sus pecados son minúsculos, pero en vida creían en un Dios cruel, castigador y vengativo. Ahora se sienten indignas de alcanzar la gracia del perdón. Aunque en el instante de morir les está esperando un magnífico séquito compuesto por sus guías espirituales y sus seres queridos que murieron antes que ellas, así como una amorosa Luz, ellas se dan media vuelta y rehúsan seguir adelante. No creen que Dios les pueda perdonar los pecados. Esto se debe a que no supieron perdonarse a sí mismas. (...)

El siguiente grupo, muy nutrido, que se queda en el mundo de los espíritus es el de las almas que en vida no creían en Dios y, en consecuencia, no tenían a quién acudir después de morir. Pensaban que la vida acaba en la tumba, y que después no les espera nada más que la nada y el abismo. Otras almas sí creían fuertemente en Dios, pero pensaban que yacerían en la tumba hasta el día del «Juicio Final», y que irían al «Cielo» ya cuando sus cuerpos hubieran resucitado. Así, pues, se convirtieron en víctimas de aquello en lo que creían y, en concreto, de aquello en lo que la religión les ordenó que creyeran. Ahora se sienten engañados y no tienen nada que hacer consigo mismos. ¿Esperar al Juicio? ¿Al Castigo? ¿Pero dónde? ¿En la tumba? Siguen viviendo, así que no pueden esperar en suspenso. No se dieron cuenta de ello hasta después de morir, cuando ya es un poco demasiado tarde. Preguntaréis: «¿Demasiado tarde para qué?». Para ir a la Luz. En el instante de la muerte física deberían haber decidido a dónde ir. (...) 

El grupo quizá más numeroso de almas que después de morir permanecen en el mundo de los espíritus es el de todos aquellos que en vida estaban tan apegados a los asuntos terrenales que no están en posición de liberarse de ellos. Puede tratarse de cosas materiales o inmateriales. Puede ser una casa, un coche u otras posesiones. Seguramente todos habréis oído hablar de las casas encantadas y de los terribles espíritus que las habitan. A otros en vida les gustaba demasiado comer, beber, drogarse, los juegos de azar o mantener relaciones sexuales. A unos terceros les gustaba tanto decidir sobre los asuntos de sus allegados y entrometerse en todo, que ahora les cuesta renunciar a ese poder. (...) 

A algunas almas les cuesta abandonar la Tierra debido a que han dejado a alguien al que, según su criterio, hay que atender; así les sucede, por ejemplo, a los padres con sus niños, a los hijos solícitos con sus padres ancianos y solos, etc. (...) 

Las almas arriba mencionadas permanecen en la Tierra debido a que han tomado esa decisión. Sin embargo, hay un gran grupo de almas que verdaderamente querrían pasar al otro lado, al «Cielo», pero el desconsuelo de sus seres queridos no se lo permite. Estas almas están divididas entre el bien de aquéllos que han dejado y su propio bien. Pueden incluso ser conscientes de que, por el bien de todos, es mejor que se vayan; pero los vivos no se lo permiten. Por tanto, durante el duelo, a pesar de la tristeza, hay que acordarse de pensar también en aquéllos que tienen derecho a marcharse. Esto lo hacemos para, en consecuencia, no hacernos daño ni a nosotros mismos ni a ellos. (...)