Una mujer me pidió en cierta ocasión ayuda para su hermano, que había pasado más de diez años en un psiquiátrico. Ella cuidaba de él con tesón, visitándolo dos veces a la semana, desplazándose ochenta kilómetros de ida y otros ochenta de vuelta. Me confesó: «Wanda, no puedo cargar por más tiempo con mis obligaciones, quiero a mi hermano, pero me he enamorado de un hombre magnífico que me ha pedido la mano. Cuando vivía mamá, mi hermano parecía tan prometedor, acabó la carrera, hizo el doctorado, hablaba fluidamente cuatro idiomas; pero después de la muerte de ella todo se fue al garete». En seguida vi claramente quién era la causa de los problemas pero, por si acaso, comprobé si no había alguien más. Cuando se lo dije a la hermana del enfermo, ni siquiera se extrañó: «Efectivamente, era una relación inusual la de estos dos. Mamá no tenía ojos nada más que para mi hermano, todo era sólo para él, nadie más contaba, ni mi padre ni yo. Mientras ella vivía mi hermano no la correspondía tanto, simplemente era un chico sano y normal. Fue sólo a partir de su muerte cuando algo empezó a ocurrirle, quizás porque la quería muchísimo». Expulsé a la madre, y tres días más tarde los médicos del hospital afirmaron: «Tienes suerte, estás completamente sano, vuelve a casa, puede incluso que no nos eches de menos». Le dieron el alta y se fue a casa de su hermana. Qué grande era su alegría. Me llamaron inmediatamente y oí como decían uno y otro casi a la vez: «Señora Wanda, ha vuelto mi hermano y, no se lo va a creer, habla normalmente e incluso lo recuerda todo. Por primera vez en doce años nos estamos tomando un café juntos». Lloraban de alegría, se reían y de nuevo lloraban por el auricular. Estuvieron hablando como una hora. Sin embargo, su alegría no duró mucho, porque la madre no pensaba marcharse para siempre, y con su vuelta volvió también la enfermedad. Esta vez fue todavía peor, porque el hermano, en pleno arrebato, a punto estuvo de prender fuego a todos los bienes de la hermana. Ella me llamó, yo expulsé al espíritu y él se tranquilizó inmediatamente. Por fortuna, él se dio cuenta de cuál era la causa de su desgracia, y decidió no volver a consentirlo. Antes se rendía; ahora, pese a que quería a su madre, había elegido vivir su propia vida. Entendió que su madre, queriendo ayudarle como antes, simplemente le estaba perjudicando. Él tenía unas ganas enormes de estar sano, y no la permitió quedarse. Fue tremendamente difícil, pero no se rindió. La madre estuvo volviendo cada cierto tiempo, hasta que al fin se fue definitivamente. Él se despidió de ella para siempre. Ahora es un eminente científico y recupera el tiempo perdido. La madre había sido la dominante, y el hijo había tenido que enfrentarse a ella. Si no lo hubiese querido hacer, habría sido imposible expulsarla, ya que la habría traído de vuelta. (...)
Un día trajeron a mi consulta a una mujer que estaba extremadamente delgada. Con una altura de metro ochenta, pesaba treinta y siete kilos. La tenían que llevar, y cuando se movía sola, necesitaba apoyarse en las paredes. Estaba con su marido y sus dos hijos pequeños. Había pasado por una serie de pruebas y los médicos no habían podido dar con ninguna causa que explicase su problema. Cuando la examiné, resultó que su abuela habitaba en ella, y probablemente era ella el motivo de su delgadez. Cuando se lo dije ella se estremeció, y me dijo: «No, la abuelita, jamás. Wanda, no me lo creeré nunca, seguro que usted no tiene razón. Mi marido y yo la cuidamos hasta el final, murió feliz y en paz. No, tiene que ser otra persona». Más tarde su marido me llamó más de una vez en su nombre, pidiéndome que volviera a examinar el caso. Se obcecaban con que ese espíritu seguro que no era su querida abuelita. Yo seguía con lo mío, y ella con lo suyo. Cuando yo hablaba con el espíritu de la abuela, ésta decía algo totalmente distinto. Estaba llena de reproches hacia su nieta. Empecé a mantener largas conversaciones con ella y me enteré de que nunca iba a dejar a esa «zorra» (así, tal cual, calificaba a su nieta) tranquila. Quería a toda costa que «se muriese de hambre como un perro», y eso porque una vez le había dado una patada a la perrita de la abuela. En el transcurso de la siguiente llamada pregunté si ese suceso había ocurrido realmente. Ella estaba tan extrañada, que no contestó nada. Por la noche volvió a llamar y dijo con arrepentimiento que, efectivamente, cuando era pequeña le había dado sin querer una patada al perro de la abuela. No creía que la abuela pudiese seguir echándoselo en cara, menos aún teniendo en cuenta que la había pedido perdón varias veces por eso. La abuela estuvo muchas semanas más sin querer ceder y marcharse, deseando la muerte de su nieta. Cuando al fin se fue, la nieta comenzó a recuperar peso a un ritmo tan rápido que en su casa se reían diciendo que entraría en el libro Guiness por batir el récord del engorde. (...)
Un hombre de negocios muy acaudalado, a pesar de que tenía en el garaje un Mercedes de la clase S y otros tantos coches magníficos en su empresa, seguía sintiendo un impulso que le obligaba a lavar y conservar su antiguo y destartalado Trabant. Pasaba poco menos que todos sus ratos libres en el garaje. Su familia estuvo veinte años soportando heroicamente este antojo; lo hacían porque consideraban que en el mundo había dependencias mucho peores que ésa. Él, ciertamente, dedicaba todo su tiempo libre a esa obsesión, pero por lo menos estaba en casa. En un momento dado el Trabant empezó a estropearse de una forma extraña, lo cual afectó de una manera anormalmente intensa a su propietario. Simplemente se enfureció. La familia dio conmigo a causa de este suceso. Cuando empecé a investigar si el coche tenía relación con la enfermedad del propietario, resultó que sí la tenía, y grande. Hacía muchos años, antes incluso de que el hombre empezase a dirigir su negocio, había comprado el Trabant, sin saber de que su anterior propietario había estado a nada de ocasionar un accidente. Ese gran estrés provocó que el hombre muriera de un infarto estando al volante. En vida el coche había sido todo lo que poseía. Después de morir se quedó con él, y en cuanto se le presentaba la ocasión (después de que nuestro hombre de negocios bebiese alcohol) se introducía en el nuevo propietario. Como espíritu, cuidaba de su propiedad muy escrupulosamente. Cuando expulsé al espíritu, la persona poseída por él despertó como de un largo sueño. Este hombre no podía dejar de admirarse de la fuerza de la posesión, y del hecho de que él no había reparado en nada de esto. En el día a día era un hombre rico y respetado. Repetía a menudo: «¡Qué suerte que el espíritu fuese astuto y no quisiese conducir ese trasto por la ciudad: entonces sí que me habría hecho algo de lo que avergonzarme!». (...)
Una vez acudió a mí una pareja de ancianos. Habían convivido durante casi cincuenta años. Hasta entonces habían sido un matrimonio muy bien avenido, pero de un tiempo a esta parte el marido había empezado a estar celoso por todo. Al principio había sido hasta divertido, pero cuando los amigos de su nieta o los peatones por la calle pasaron a ser sus rivales, su obsesión se volvió inaguantable. Él sufría lo indecible, y ella se reía: «Ay, viejito, ¿y qué iban a hacer estos jóvenes conmigo, si yo ya tengo una pierna en el otro mundo?» Sin embargo, no había nada que le persuadiese: él se mantenía en sus trece, y punto. Cuando se marcharon los espíritus todo volvió a la normalidad, y él no recuerda nada de esa época. Como veis, los celos afectan a personas de cualquier edad. (...)