Muchísimas personas consideran –entre ellos también algunos sacerdotes que he conocido– que Satanás es un ser invisible con una gran fuerza motriz, cuyo poder es a veces mayor que el del propio Dios. Y si Dios no siempre puede con él, entonces qué haremos nosotros, las personas. La idea de Satanás la crearon en otro tiempo los sacerdotes. Tenía por objeto meter en cintura a la sociedad de entonces, y fue muy efectiva. Las personas estaban aún en una fase del desarrollo en la que las explicaciones no servían de mucho. Sin embargo, la humanidad ha hecho avances en el desarrollo espiritual, y lo que antes era bueno, ahora tiene el efecto contrario. Cuando pensamos que el demonio es un ente (una persona), entonces ciertamente las personas le temen, pero ese miedo no es constructivo, sino paralizador, porque deja a la persona sin fuerzas. Es más perjudicial que beneficioso. Conduce a la resignación en vez de a la comprensión, y siembra el miedo entre muchos sacerdotes. Eso es una de las causas por las que hay en el mundo tan pocos exorcistas dispuestos a ayudar a la gente. Tienen un miedo cerval a Satanás. Cuando comprenden correctamente la noción del demonio, entonces se acorta drásticamente el tiempo preciso para el exorcismo, que se llevará a cabo sin ningún sufrimiento innecesario ni para la persona poseída ni para el espíritu, ni, sobre todo, para el sacerdote exorcista. Si efectivamente existiese el demonio, entonces Dios no podría ser El Todopoderoso. Sólo dominaría una parte del Universo, y la otra la dominaría Satanás.
Pero el demonio no existe más que en nuestras mentes. Todo lo que se encuentre allí se manifestará externamente. No se puede decir que el mal está dentro o fuera de nosotros. Si para nosotros es real, entonces está dentro y fuera. No hay manera de disociarlo. Dependiendo de cuáles sean nuestros pensamientos, palabras y obras recurrentes, así será nuestra realidad. De nuestra percepción del mundo se deriva la forma en que reaccionamos ante el entorno. Por eso dos personas que se encuentren en una situación idéntica, encerrados en la misma habitación, pueden reaccionar a su entorno de forma completamente distinta. Uno de ellos será mortalmente desgraciado, mientras que el otro puede ver sólo motivos para la alegría. Todo depende de nuestra concepción de las cosas, que dirige nuestra percepción. Es ella la que hace que en nosotros esté el bien, es decir, Dios, o que en nosotros esté el mal, es decir, «Satanás». Si pensamos, hablamos y obramos bien, no tenemos entonces motivos para temer al demonio, ya que siempre estaremos seguros en manos de Dios.
Muchas personas no son capaces de creer que un Dios bueno pudo crear también el mal. De ahí que les resulte más fácil creer en la existencia del demonio y atribuirle a él la creación del mal en el mundo. Sin embargo, es Dios el que creó tanto el bien como el mal. Pese a que Dios puede también obrar el «mal», eligió obrar sólo el «bien», ya que tiene poder ilimitado. Incluso si el «bien» adopta una forma que pudiera ser interpretada como «mal», sigue siendo el «bien» y constituye una parte del Plan Divino, del Proyecto Divino. Dios sabe qué es lo que hay que mantener, quitar, arreglar y destruir. Incluso si destruye algo, lo vuelve a crear, a diferencia de algunas personas que, cuando estropean algo, ya no son capaces de reconstruirlo. Nos resulta difícil ver el «bien» y el «mal» en el momento en el que se producen. Ello se debe única y exclusivamente a una falta de comprensión. Sólo cuando observemos con la perspectiva que da el tiempo lo que interpretábamos como un «mal», entenderemos todo el sentido de la aparición de ese «mal». El «mal» es una especie de sacudida, consecuencia de los errores que hemos cometido. Cuando experimentamos los efectos de nuestros errores, estamos conmocionados y nos damos cuenta de que no era apropiado lo que hicimos. No tenemos por qué persistir en los errores. Incluso si los hemos cometido cien veces, no tenemos por qué seguir haciéndolo. En el momento en el que lo comprendemos y empezamos a pensar, hablar y obrar bien, entonces evitaremos el mal en el futuro. La aparición de eso que habíamos considerado como «mal» es justamente nuestra lección, que nosotros tenemos que aprender. Cuando lo comprendamos, nos daremos cuenta también de que son nuestros errores los que causan el sufrimiento y la desgracia, y no el demonio ni Satanás. Veremos que, en verdad, todo en este mundo es bueno para nosotros, incluso el «mal». Veremos también que somos nosotros los artífices de todos y cada uno de los hechos que ocurren en nuestra vida. Si no entendemos la lección, esto es, si no extraemos de la experiencia del «mal» la enseñanza adecuada que nos ha dado Dios para que nuestra alma crezca, se nos presentará una nueva ocasión para ello. Si esa vez la comprendemos, entonces no nos volverá a pasar ese «mal». No sólo yo pienso así. También en la Biblia está escrito: «Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el Señor, soy el que hago todo esto» (Isaías 45, 7).
Como veis, Dios ha creado todas las pares de opuestos, como por ejemplo el blanco y el negro, el frío y el calor, lo largo y lo corto, la salud y la enfermedad, al igual que el bien y el mal, sólo para que toda persona pueda experimentarlo todo en su plenitud. Si todas las personas fuesen felices, ¿cómo sabrían que precisamente lo que experimentan es la felicidad? ¿Cómo la iban a reconocer? Si solamente existiera el bien, no te darías cuenta de que lo que en un momento dado estás viviendo es el bien, y no otra cosa. No sentirías la alegría si no existiera la tristeza; no sabrías lo que es la salud, si no hubiera enfermedad. No conocerías lo que es la seguridad, porque nunca te amenazaría nada. De forma análoga, tampoco sabrías lo que es el bien si no existiera el mal. Así, pues, el mal no es otra cosa que el polo opuesto del bien. En la línea que separa el bien y mal, que están en sus extremos, hay todavía muchos más matices de bien y de mal, dependiendo de en qué sentido nos movamos.
Considero que tan sólo existe una gran escala. En uno de sus extremos se encuentra el Amor, y en el lado opuesto, el miedo (y todo lo que se le parece, como el odio, la sed de venganza, la envidia, los celos, el sentimiento de culpa, etc.). Cuando vamos en dirección al Amor nos sentimos bien, somos felices, estamos sanos y seguros; tenemos todo lo que nos es necesario para una vida plena. El Amor no tiene límites, no se acaba nunca, es el Amor de Dios sin principio ni fin. En cambio, cuando vamos en dirección hacia el miedo, nos sentimos cada vez peor, empezamos a sufrir, a enfermar, a notar la falta de seguridad, de amor, de salud, de calor, de libertad y de medios de vida. A medida que nos vamos acercando al polo del odio (o del miedo) nos empieza a faltar de todo. Lo que más
echamos en falta es el Amor mismo. El Amor nos ha creado y somos Amor, así que lo deseamos como ninguna otra cosa en el mundo. Es como si en una noche muy fría quisiésemos calentarnos, pero a la vez nos alejásemos de la hoguera. Sin embargo, no hay que tener miedo. Dios siempre vela por nosotros y, si nos alejamos demasiado, Él nos recordará que estamos yendo por el camino equivocado. Primero se hará notar con delicadeza. Entonces aparecerá el presentimiento de que no estamos yendo por el buen camino. Si no le hacemos caso, hará que lo percibamos con un poco más de fuerza. Si seguimos resistiéndonos, lo experimentaremos muy intensamente. También podemos constatar el siguiente fenómeno: a medida que nos alejamos de Dios, al mismo tiempo va apareciendo en nuestro interior un miedo cada vez mayor a lo que será de nosotros, a que falte de todo. Nos parece entonces que hay que luchar por todo lo que necesitamos. Aumenta entonces nuestro odio a nosotros mismos, a Dios, a todo el mundo. Nos sentimos como en una trampa en la que, cuanto más ansiamos algo, más se aleja ese objeto de nosotros. No nos hemos dado cuenta de que somos nosotros los que nos estamos alejando cada vez más de Dios. Entonces nos parece que estamos en las garras de Satanás.
Cuando las personas usan el poder de manera sabia, creativa y armoniosa, entonces lo llaman Dios. Allah, Brahma, Buda: amor, salud, bien, felicidad, riqueza, paz, libertad, realización, plenitud. Cuando usamos ese mismo poder de forma perniciosa, dañina para nosotros o para los demás, entonces lo llamaremos el demonio, Satán, miedo, desgracia, sufrimiento, carestía, limitación. Toda fuerza que existe en la naturaleza se puede utilizar de dos maneras. El fuego puede calentar nuestra comida o quemarnos dolorosamente o incendiar nuestra casa. El agua puede calmar nuestra sed y dar vida a las plantas, pero
nos puede ahogar y destruir. No son el agua o el fuego los que son malos, sino que lo es la manera en la que los tratamos o los vemos nosotros. Por eso creo que el Demonio teológico fue un invento de la Iglesia.
Muchos de vosotros diréis que en la Biblia se hace mención al demonio en varias ocasiones. Es cierto, pero la Biblia, como otros Libros Sagrados, fue escrita en la lengua de aquellos tiempos, y el significado de las palabras que en ella se emplean no siempre es el mismo que en el mundo contemporáneo. La palabra griega para denominar al demonio es diabolos, es decir, «el que crea obstáculos». Si nos remontamos a la Antigüedad todo lo lejos que podamos, veremos que este conocimiento secreto se concentraba en las manos de los sacerdotes. Ellos lo consideraban como el tesoro más preciado, y lo transmitían de boca en boca, de generación en generación, en estricto secreto. Todo el contenido de este conocimiento era codificado con ayuda de los símbolos y las alegorías. Ello garantizaba que no caería en manos inconvenientes. Al mismo tiempo, la transmisión oral y las explicaciones del maestro avalaban que su sustrato profundo no desaparecería. Cuando se descubrió el alfabeto (unos mil años antes del nacimiento de Jesús) se empezó a poner por escrito en rollos de pergaminos las historias que eran transmitidas de boca en boca, narradas por los dirigentes. Los sacerdotes no pudieron detener esta avalancha y empezaron a censurar todo lo que se escribía. La Biblia recibió su nombre en honor de la ciudad de Byblos, donde se inventó el alfabeto. El Nuevo Testamento se redactó de la misma forma, mucho después de la muerte de Jesús. Ninguno de los evangelistas que refirieron su vida lo había conocido personalmente. La redacción concluyó casi trescientos años después de su muerte. Durante todo el período de gestación del Nuevo Testamento, los sacerdotes censuraban y seleccionaban su contenido.