La más importante es el hecho de que las almas, después de la muerte, frecuentemente no saben o no se creen que han fallecido. Nada cambia para ellas. No han advertido el instante de su propia muerte y creen que siguen viviendo. No son conscientes de que podrían ir a la Luz. Consideran que, ya que están vivas, siguen perteneciendo a la Tierra. Incluso cuando han estado mucho tiempo sufriendo por una enfermedad grave, se piensan que ahora ya tienen salud. Si se trata de personas ancianas o achacosas, sienten de repente que han rejuvenecido o al menos cogido fuerzas y energía (eso ocurre sólo inmediatamente después de salir del cuerpo). Siguen viendo el mundo físico y creen que pueden desenvolverse en él. No ven a otras almas que están en su misma situación. Hay una enorme cantidad de almas que coexisten, pero lo más habitual es que no se vean ni se escuchen mutuamente durante un largo período de tiempo. Cada instante les reafirma en su convicción de que están viviendo igual que hasta entonces. Se dan cuenta de que existen, lo que les infunde seguridad en que, en realidad, no ha cambiado nada. Son ejércitos de almas descarriadas que siguen viviendo en una ilusión, como viviendo una vida imaginaria. Muy a menudo se trata de nuestros seres queridos: el padre, la madre, el hermano, la hermana, nuestra querida abuelita, el abuelo, los amigos, los vecinos, los compañeros de la escuela o del trabajo.
Cuando pregunto a una de estas almas en pena «¿sabes que no estás viva?», normalmente me encuentro con un gran asombro por su parte: «No. ¿Pero es que no estoy vivo?». En ese momento suelen experimentar un shock, porque ¿cómo pueden saberlo? Nadie les había dicho antes que la vida después de la muerte era tan real. Es algo que he oído miles de veces, lo oigo poco menos que a diario. Por desgracia, en este campo impera una gran ignorancia.
El principal motivo por el que las almas no han advertido el instante de su propia muerte es el hecho de que no sabían que su existencia iba a cambiar tan poco después de morir. Si lo hubiesen sabido, les habría sido más fácil comprenderlo, darse cuenta; habrían sabido encarar su nuevo estado, habrían evitado el gran desconcierto. En una situación todavía más difícil se encuentran las personas que antes de morir no creían en la vida de ultratumba. Incluso cuando reconocen que han muerto, no tienen ni idea de qué es lo que podrían hacer consigo mismos de ahí en adelante. Creer en la propia muerte les resulta difícil incluso a los espíritus que han estado enfermos durante mucho tiempo o tenían una edad avanzada.
En ese caso, ¿qué ocurrirá con las almas a las que la muerte les sorprendió de improviso? A este lado del velo de la muerte existe una inmensa multitud de almas errantes a las que la muerte les sobrevino en el mejor momento de su vida. Nunca hasta entonces habían pensado en la muerte. Eran jóvenes y estaban sanos, y de repente ¡zas!, ya no están vivos. Un accidente fulminante, sin que hubiese signos que lo indicasen ni un instante para reflexionar. Me refiero a los accidentes repentinos de coche, de avión, en las minas, etc. Entre su vida y su muerte ha habido solamente un momento, un instante, y ellos no lo han atrapado. Si hubieran sabido acerca de la vida después de la muerte, habrían tenido la oportunidad de sospechar que ya no estaban vivos, Por lo general, esas almas no quieren oír que ya no viven. No se creen la situación en la que se encuentran, aunque alguien o algo se lo haya dicho. Para muchas de ellas la muerte es el final de todo, y no una vida ulterior.
Algunas almas ya mucho antes de morir están fuertemente aturdidas. Por eso, cuando pasan por ella no son capaces de reconocer su auténtico estado. Entre ellas se encuentran los enfermos incurables a los que se ha administrado analgésicos muy potentes, los alcohólicos y los drogadictos. La mente de un enfermo que toma anestésicos se puede equiparar a la de un drogadicto. Ya desde mucho antes de morir no está en condiciones de recobrar el sentido. Cuando vuelva en sí le seguirá faltando el conocimiento acerca de la vida más allá de la muerte. Más adelante describiré las consecuencias de esa ignorancia.
El siguiente motivo por el que las almas no van a la Luz es el hecho de que temen ser castigados por sus acciones. En ocasiones sus pecados son minúsculos, pero en vida creían en un Dios cruel, castigador y vengativo. Ahora se sienten indignas de alcanzar la gracia del perdón. Aunque en el instante de morir les está esperando un magnífico séquito compuesto por sus guías espirituales y sus seres queridos que murieron antes que ellas, así como una amorosa Luz, ellas se dan media vuelta y rehúsan seguir adelante. No creen que Dios les pueda perdonar los pecados. Esto se debe a que no supieron perdonarse a sí mismas.
El siguiente grupo, muy nutrido, que se queda en el mundo de los espíritus es el de las almas que en vida no creían en Dios y, en consecuencia, no tenían a quién acudir después de morir. Pensaban que la vida acaba en la tumba, y que después no les espera nada más que la nada y el abismo. Otras almas sí creían fuertemente en Dios, pero pensaban que yacerían en la tumba hasta el día del «Juicio Final», y que irían al «Cielo» ya cuando sus cuerpos hubieran resucitado. Así, pues, se convirtieron en víctimas de aquello en lo que creían y, en concreto, de aquello en lo que la religión les ordenó que creyeran. Ahora se sienten engañados y no tienen nada que hacer consigo mismos. ¿Esperar al Juicio? ¿Al Castigo? ¿Pero dónde? ¿En la tumba? Siguen viviendo, así que no pueden esperar en suspenso. No se dieron cuenta de ello hasta después de morir, cuando ya es un poco demasiado tarde. Preguntaréis: «¿Demasiado tarde para qué?». Para ir a la Luz. En el instante de la muerte física deberían haber decidido a dónde ir.
A este grupo pertenecen también las personas que vivieron siendo muy previsoras y planearon con exactitud su vida en el más allá, creyendo que iban a yacer en la tumba hasta el día del Juicio Final. Se trata de todos aquellos que en vida se construían tumbas y monumentos pomposos para sí mismos y para sus seres queridos y planeaban cómo se les vestiría para el ataúd a fin de lucir lo mejor posible cuando estuvieran en él. Pensaban en cuánta gente iría al funeral, qué es lo que dirían sobre ellos en la homilía, y otras cosas por el estilo.
El grupo quizá más numeroso de almas que después de morir permanecen en el mundo de los espíritus es el de todos aquellos que en vida estaban tan apegados a los asuntos terrenales que no están en posición de liberarse de ellos. Puede tratarse de cosas materiales o inmateriales. Puede ser una casa, un coche u otras posesiones. Seguramente todos habréis oído hablar de las casas encantadas y de los terribles espíritus que las habitan. A otros en vida les gustaba demasiado comer, beber, drogarse, los juegos de azar o mantener relaciones sexuales. A unos terceros les gustaba tanto decidir sobre los asuntos de sus allegados y entrometerse en todo, que ahora les cuesta renunciar a ese poder.
El siguiente motivo por el que los espíritus permanecen son las ganas de enmendar los errores cometidos en su vida hasta entonces. Piensan que quedándose a este lado tendrán la posibilidad de reparar lo que hicieron mal.
Hay también espíritus que no pueden partir tranquilos porque se ha arrojado una maldición sobre ellos, se les ha lanzado un anatema o se ha recurrido a la magia negra en su contra. El siguiente grupo, bastante numeroso, lo constituyen los suicidas.
A algunas almas les cuesta abandonar la Tierra debido a que han dejado a alguien al que, según su criterio, hay que atender; así les sucede, por ejemplo, a los padres con sus niños, a los hijos solícitos con sus padres ancianos y solos, etc.
Las almas arriba mencionadas permanecen en la Tierra debido a que han tomado esa decisión. Sin embargo, hay un gran grupo de almas que verdaderamente querrían pasar al otro lado, al «Cielo», pero el desconsuelo de sus seres queridos no se lo permite. Estas almas están divididas entre el bien de aquéllos que han dejado y su propio bien. Pueden incluso ser conscientes de que, por el bien de todos, es mejor que se vayan; pero los vivos no se lo permiten. Por tanto, durante el duelo, a pesar de la tristeza, hay que acordarse de pensar también en aquéllos que tienen derecho a marcharse. Esto lo hacemos para, en consecuencia, no hacernos daño ni a nosotros mismos ni a ellos. Sé lo difícil que es, porque yo misma he pasado por ello. Mi madre, sin embargo, fue capaz de ordenarme que no la retuviera. ¿Cuántas almas lo hacen? Muy pocas.