A veces ocurre que una persona que hace vida normal de repente, de una hora para otra, deja de saber quién es, lo que dice y hace, ve fantasmas y oye voces. Puede sentir que la están tocando, que le están obligando a distintas cosas, puede tener obsesiones. Puede detectar en su cuerpo arañazos o heridas sin saber su procedencia. Puede ser consciente del momento en el que se le hiere, ver la sangre que se derrama y sentir dolor, pese a que se encuentra a distancia de objetos punzantes. Una persona que hasta ahora era activa, sociable y alegre puede tornarse de repente en introvertida, alguien con quien tal vez sea difícil entablar contacto, y puede empezar a cultivar pensamientos suicidas. O al contrario: una persona que hasta entonces había sido tranquila se vuelve agresiva, dispuesta a destruirlo todo en un instante, a veces incluso a matar. Sus ojos echan chispas de odio incluso cuando mira a aquéllos a quienes amaba. La persona hasta ahora educada se convierte de repente en vulgar, propina insultos a la gente sin ningún motivo, en el tranvía, en una tienda, en la iglesia o en la calle. Puede sentir en todas partes un olor específico, desde los aromas más agradables hasta los hedores más horribles. O el entorno puede empezar a sentir que esa persona despide un olor molesto, a pesar de que se está lavando constantemente.
Obviamente, no todos los síntomas mencionados concurren en una sola persona a la vez, aunque también podría suceder. Estas señales pueden ser apenas perceptibles para el poseído pero muy evidentes para su entorno, o viceversa. Pueden ser agudas, muy molestas para el funcionamiento normal de la persona, o pueden incluso imposibilitarlo, siendo, en cambio, completamente inapreciables para los demás. Esa persona, estando en compañía de más gente, puede oír, ver y sentir muy claramente cosas que nadie más oye, ve ni siente, a pesar de que para él, subjetivamente, esas señales tienen mucha intensidad. Los médicos clasificarían ese comportamiento o estado como un brote de esquizofrenia o de otra enfermedad mental. A ese tipo de personas se las toma habitualmente por locos. Cuando los síntomas se recrudecen o suponen una amenaza para la seguridad ciudadana, se les encierra en hospitales psiquiátricos. Estos síntomas, además de muchos otros que no he enumerado, son un claro indicio de la presencia de espíritus en la persona.
En toda enfermedad mental aparecen síntomas parecidos a los que he mencionado arriba. En su día me vino a la cabeza la idea de que, ya que existe una coincidencia de síntomas, podía ser que también su causa fuera la misma. Los casos de enfermos mentales a los que he ayudado me han reafirmado en la convicción de que efectivamente es así. He tenido varios miles de ellos, y todos son muy parecidos entre sí. Gracias a tantos años de experiencia sé que casi cualquier enfermedad mental surge cuando la persona poseída no sólo se deja poseer, sino que le entrega al espíritu su cuerpo y su mente por completo, sometiéndose a su voluntad. Es evidente que esto sucede de distinta forma en cada caso. Hay veces que una persona es ella misma durante un momento, luego alguien totalmente distinto, y después otra vez ella misma. Los momentos en los que es «otra persona» no son detectados por el enfermo, que tampoco los recuerda. La mente humana puede compararse con el funcionamiento de un ordenador. La información del período de la estancia del espíritu en el enfermo se registra en el disco duro del espíritu, y no en el del enfermo. Viene a ser un poco como si el enfermo se hubiera concedido unas vacaciones de sí mismo. Mientras tanto, el espíritu dirige su cuerpo y su mente. De ahí proceden las lagunas en la memoria del enfermo.
También puede ocurrir que a cada instante el enfermo es una persona totalmente distinta a cada instante, y rara vez sea él mismo. Eso sucede cuando entrega su cuerpo y su mente al poder de muchos espíritus distintos. En casos extremos el espíritu de la persona puede ser arrojado de su propio cuerpo por los espíritus, siendo obligado a existir fuera de él. Esos casos no son raros en absoluto. Todo esto depende del grado de posesión del enfermo. Centenares de espíritus pueden poseer a una sola persona. En la Biblia se les denomina «Legión» (Lucas, 8, 30). (...)
Para comprender mejor el desdoblamiento del yo o muchas otras enfermedades mentales, lo ilustraré con un ejemplo que compara el cuerpo humano con un barco en el mar. Un hombre sano psíquicamente es como el capitán de su barco. Lo conduce con destreza, evitando los peligros con los que se va encontrando. Lo pilota con seguridad, sabiendo que, incluso durante la mayor de las tempestades, no hay nada que le amenace porque Dios le cuida. Un capitán así no permitirá que accedan a su barco pasajeros indeseables. Sabe siempre dónde se encuentra y cuál es su rumbo.
También existe otro tipo de capitanes. Pocas veces llevan el timón, permitiendo que la nave vaya a la deriva por el océano; eso normalmente se debe a que tienen miedo. También permiten a los pasajeros inoportunos subir a cubierta y hacer lo que les plazca. Un hombre enfermo de esquizofrenia es precisamente como un barco lleno de pasajeros-espíritus, sin un capitán en el puente de mando. El capitán, como propietario del barco, puede estar presente durante todo el crucero, pero los pasajeros, es decir, los espíritus, no le dejan llevar el timón. Cuando un pasajero se abalanza sobre el timón, ignora la presencia del capitán y conduce el barco a su manera. A veces ocurre que el capitán no agarra el timón ni siquiera cuando no hay nadie que guíe el barco. En casos extremos, el capitán puede ser arrojado por la borda, esto es, fuera de su propio cuerpo. Los pasajeros-espíritus, viendo que el puente de mando está libre, pilotan la nave por su cuenta; pero, transcurrido un tiempo, y por distintas causas, también ellos abandonan esta tarea. En ocasiones puede suceder que los pasajeros no sepan nada de la presencia del capitán en el barco, ni de los demás pasajeros. Igualmente el capitán puede no sospechar la presencia de pasajeros a bordo. Cada uno de ellos considera que la embarcación es de su propiedad, y actúa según su parecer. A veces todos los pasajeros quieren conducirlo a la vez y se disputan el poder entre sí. Entonces en la persona, dueña del cuerpo-barco, se recrudecen los ataques de la enfermedad mental. Cuando entre los pasajeros no hay ninguno dispuesto a pilotar y el capitán se decide al fin a llevar el timón, entonces notamos una mejoría momentánea del enfermo. Recobra la conciencia de sí mismo y le suelen dar el alta en el hospital. Sin embargo, no está sano. Los espíritus siguen estando dentro de él, y sólo se han dado unas vacaciones temporales a la hora de dirigir ese cuerpo.
Si esa persona supiese cuál es la causa de su problema, lo más probable es que le plantase cara. En cambio, no hace nada con ello, porque piensa que se encuentra en una situación sobre la que no tiene la más mínima influencia. En ocasiones le parece que, efectivamente, ha enloquecido. Está en un gran error. Se trata del mejor momento para que ese hombre, enfermo hasta entonces, decida de una vez para siempre llevar el timón como capitán del barco. Sin embargo, alguien debería concienciarle de ello, no ya diciéndoselo una vez, sino repitiéndoselo una y otra vez hasta que surta efecto. El enfermo entonces podría recuperar el control sobre su propia vida. (...)
El detonante de esta enfermedad psíquica no es el hecho de estar poseído por unos espíritus demasiado numerosos o demasiado fuertes, sino que el enfermo, al no saber lo que le ocurre, se llena de terror y se rinde sin haber luchado. Conozco un caso en que cientos de espíritus poseyeron a un hombre y éste siguió viviendo normalmente; mientras que, en otros casos, en una persona puede penetrar un solo espíritu, y esa persona ya no podrá arreglárselas ni con el espíritu ni consigo misma.
Me atrevo a afirmar que la principal causa de las enfermedades mentales es la ignorancia del enfermo y de sus seres queridos, que desconocen que los espíritus se han adueñado de su cuerpo y de su mente. Si este conocimiento fuese accesible para todos, la gente reaccionaría ante él de la forma adecuada. Aun cuando no supieran cómo expulsar al espíritu, se lo quitarían de encima como si fuese una mosca pesada. Cuando un espíritu posee a un hombre que no tiene conocimiento estas cuestiones, éste empieza a tenerle miedo no sólo a espíritu, sino también a todo lo que le rodea. Con ese temor está entregando su cuerpo al espíritu, sin oponerle ninguna resistencia. Desde ese momento empieza a sentirse de otra forma y, al no poder entender cuál es el motivo, comienza a tener cada vez más miedo. Entonces atrae hacia sí a los siguientes espíritus, tal y como dice la máxima: «Atraemos hacia nosotros aquello que tememos». Pronto lo teme ya todo, incluso al mismo miedo. Sin embargo, lo que más le aterra es que aquello que experimenta sea sólo producto de su imaginación. En consecuencia, llega a la conclusión de que ha enloquecido. Y se vuelve loco según el dicho: «La realidad es, para mí, aquello en lo que creo». Por tanto, se puede ayudar a la persona a la que los espíritus intentan poseer sólo con dar crédito a lo que cuenta. ¿Oyes voces? Tienes razón, no son imaginaciones tuyas. Tienes derecho a oír las voces de los espíritus. ¿Ves algo? No has enloquecido, a decir verdad yo no veo eso, pero tú tienes derecho a verlo, seguramente seas más sensible, etc. (...)