Cuando una persona muere a consecuencia de alguna enfermedad, la muerte no le libera automáticamente de ella. Después de morir sigue enfermo, igual que en vida. Ciertamente, al morir deja el cuerpo físico en la tumba, pero se lleva consigo todos los demás cuerpos, incluido aquél en el que su enfermedad ha arraigado. Sólo en el mismo momento de atravesar el velo de la muerte se le brinda la posibilidad de curarse. Esa cuarentena, llamémosla así, dura tanto tiempo como requiera el estado de la persona. Si el estado psíquico requiere más tiempo, se le concede, hasta que se cura por completo. Es algo que se trata de forma individual, dependiendo de las necesidades de la persona en cuestión. Solamente ocurre así en el caso de que pasemos al otro lado del velo de la muerte. Si por alguna razón la persona no se decide a ir hacia la Luz, se queda en el mundo de los espíritus con todos los padecimientos físicos y mentales. La enfermedad que ha sido la causa del fallecimiento sigue anidando en él, igual que en vida. Mientras la persona siga existiendo a este lado del velo de la muerte, la enfermedad le seguirá atormentando. Si hubiese pasado a la Luz, se le habría curado; quedándose, continúa enfermo. Cuando muere una persona que nos es muy querida y que ha enfermado larga y gravemente, sentimos una lástima inconmensurable. Nos gustaría que se quedase con nosotros durante el máximo tiempo posible. Tememos que puede que no la volvamos a ver. A decir verdad, eso no es cierto, pero en un momento así no tenemos muchas ganas de saberlo ni de recordarlo. Al fin llega el momento de su muerte. Nos encontramos muy mal, nuestro corazón sangra de desconsuelo y a menudo no somos capaces de soltarla y dejarla marchar. Más de una vez sucede que querríamos morir con la persona amada. En un momento así nos derrumbamos y todo nos es indiferente, no tenemos una perspectiva sana de las cosas ni instinto de conservación.
Se trata de un momento realmente fundamental, que decide el destino ulterior del alma que se marcha y de nosotros mismos. ¿Por qué? Muchas razones contribuyen a ello. Una de ellas es el hecho de que nos aferramos compulsivamente a ese alma, no queremos soltarla, y ella, al no poder liberarse y marcharse, se verá obligada a quedarse. (...)
Muchos no tendrían nada en contra de que el querido difunto penetrara en ellos. En un primer momento son felices, sienten la presencia del difunto, hablan con él, quieren retenerle a su lado el mayor tiempo posible. (...)
Cuando espíritu penetra en nosotros o en otra persona de la casa, al principio será algo casi imperceptible. Nuestro carácter puede cambiar un poco, pero como estamos todo el rato pensando en el difunto, no nos percatamos de ello en absoluto. El entorno puede detectar más rápido que hemos cambiado, que algo raro nos pasa. Nosotros lo detectaremos al final del todo, si es que en algún momento se nos pasa por la cabeza. Aun cuando todos a nuestro alrededor nos lo digan, nosotros lo negaremos, y el espíritu nos ayudará a hacerlo. A decir verdad, es él quien lo va a negar, poniendo en duda lo que dicen los otros.
Esto tiene lugar sólo en nuestra psique. Con el tiempo dudaremos cada vez más de lo que dicen otros. Por lo demás, ¿qué es lo que nos pueden decir nuestros seres queridos? ¿Que está en nosotros, pongamos, nuestro difunto abuelo? Él sabe que sigue viviendo, aunque sea con nuestra vida, así que tiene que negarlo todo. No es una cuestión de maldad por parte del espíritu, aunque también se pueda dar el caso, sino de ver el asunto desde dos perspectivas distintas. Para nosotros, el espíritu no está vivo, lo cual para él es una mentira, evidentemente. También por eso lo negará con insistencia.
Las manifestaciones del carácter del espíritu pueden quedar encubiertas, pero si antes de morir estaba enfermo, en nosotros empezarán a aparecer síntomas parecidos. A menudo los médicos dan a esta dolencia el nombre de predisposición familiar o genética. Por eso estas enfermedades se consideran hereditarias: pongamos que la abuela estuvo enferma del corazón y después de morir no se marcho al más allá y penetró en su hija. Ésta acogió a su madre de muy buen grado, por lo que ella misma empezó a enfermar del corazón y murió rápidamente. Ahora es el turno del hijo, que está enfermo del corazón. Si miramos esa cadena de acontecimientos desde el punto de vista de la medicina tradicional, nos puede satisfacer la explicación de que se trata de una enfermedad hereditaria. Sin embargo, si observamos el asunto con más exactitud, advertiremos que no es hereditaria en absoluto. El tipo de enfermedad no tiene en este caso importancia. (...)
Un gemelo enfermó de cáncer. Era un hombre joven, excepcionalmente atractivo, a uno se le partía el corazón al ver cómo se estaba muriendo a toda velocidad. La enfermedad no le duró ni medio año. En primavera fue reclutado para la guardia de honor, y antes de las Navidades ya se había muerto. Al irse con el ejército había pasado unos análisis que habían indicado que estaba completamente sano. Cuando vino a mí para que le ayudase, tenía ya varias operaciones a sus espaldas y se encontraba en el último estadio de la enfermedad. Descubrí que la causa era el espíritu de un tío suyo, el cual también había muerto hacía poco de cáncer. El chico se rió de mi diagnóstico, lo consideró una estupidez. Creía que en vida su tío le había querido tanto, que después de morir no le iba a hacer daño. No había forma de convencerlo, con ningún argumento. A mí su postura me resultaba muy comprensible, puesto que más de una vez me he topado con esa fuerte oposición por parte de mis pacientes. Sin embargo, la familia buscaba apoyo en mí y renovaba la petición de ayuda, tanto más que, cada vez que yo expulsaba al tío, la salud del paciente mejoraba radicalmente. También se dieron cuenta de ello los médicos del hospital, y se preguntaban asombrados cómo era posible que se produjeran en él semejantes cambios: un día con salud, otro día enfermo. Seguramente habría sido posible salvar al chico si también él lo hubiese querido. Esto no significa que él quisiera morir. Quería vivir, pero en una situación que le resultaba difícil, buscaba seguridad donde no se debe. En vez de ponerse en manos de Dios, se puso en las del espíritu de su tío. Cuando yo expulsaba a su tío, él se lo traía consigo de vuelta. No acertaba a creer en la vida ni en la curación, y siempre que el dolor se recrudecía, gritaba a pleno pulmón: «¡Ayúdame, tío!». La familia, que lo acompañaba día y noche, intentaba impedírselo. Le trataron de convencer, de distintas maneras, de que no lo hiciera. El hermano gemelo fue el primero de la familia que comprendió lo que estaba pasando, y fue el que más se implicó en ayudar a su hermano. Por desgracia, no se pudo salvar al chico. Se murió.
Poco después de su muerte se le detectó un tumor al otro gemelo. Éste, en cambio, había escarmentado durante la enfermedad de su hermano, e inmediatamente se dirigió a mí pidiéndome ayuda. Después de examinarlo exhaustivamente, resultó que había penetrado en él su hermano recientemente fallecido, acompañado de su tío. Aunque después de la muerte de su hermano le echaba en falta y estaba sufriendo mucho, no tenía prisa por llegar al más allá. Tenía muchas ganas de vivir, e hizo obedientemente todo lo que yo le pedí. No sólo no interfirió, sino que él mismo estuvo convenciendo a los espíritus de que se marcharan y lo dejasen en paz. Sin embargo, ellos, empecinados, querían llevárselo a su mundo. Era evidente cuándo los espíritus se marchaban y cuándo volvían, porque que el tumor, al igual que había pasado con su hermano gemelo, de repente aparecía y, después de la expulsión de los espíritus, desaparecía rápidamente. Ese estado duró varias semanas; los espíritus volvían cada vez menos, hasta que un buen día dejaron completamente de hacerlo. Pese a que se trataba de la misma enfermedad, el hermano no siguió los pasos de su gemelo. Aunque los médicos insistían mucho, no pasó por quirófano ni se dio radioterapia; no obstante, su enfermedad se desarrollaba igual de rápido que con su hermano. Se enfrentó a los espíritus y ganó, porque sabía que su problema era estar poseído por espíritus enfermos. Ello no significa que no amara a su hermano ni a su tío. Les quería muchísimo, pero no estaba dispuesto a morir tan joven. Además, se daba cuenta de que con toda probabilidad él sería después la causa de que otra persona más enfermase o incluso muriese. Venció no sólo por sí mismo, aunque él fuera lo más importante, sino también por su familia y por los espíritus que lo habían poseído.
Si no hubiera sido posible salvar al segundo hermano, también este caso se habría considerado hereditario, y se habría pensado con inquietud quién sería la próxima víctima. A lo largo de mi experiencia he tenido muchos casos que socavan la teoría de las enfermedades hereditarias. El hecho de que una enfermedad ataque a varios miembros de una familia no tiene por qué indicar que se trata de una enfermedad hereditaria. Una vez expulsados los espíritus, la enfermedad puede desaparecer de una vez para siempre. No quiero, sin embargo, dar falsas esperanzas allí donde no se puedan dar, y por eso digo bien claro que no todas las enfermedades están causadas por los espíritus. A veces sucede también que se expulsa a todos los espíritus que han poseído a una familia, pero la enfermedad sigue atacando. Tanto el enfermo como su familia se pueden sentir decepcionados. Sin embargo, se debe tener en cuenta que, de todos modos, el enfermo está en una situación mucho mejor que la de antes. Está libre de los espíritus, así que tiene mucha más energía para luchar contra la enfermedad. Antes la situación era ésta: el enfermo luchaba contra la enfermedad, cargando al mismo tiempo con uno o varios espíritus que obtenían energía de él sin descanso. Ciertamente, ahora sigue luchando contra la enfermedad, pero está libre de esa carga adicional. (...)
Cuando estamos completamente sanos, somos inaccesibles para los espíritus. Sin embargo, si permitimos que penetre en nosotros aunque sólo sea uno, los siguientes ya tienen vía libre. Pueden ser muchos. Como ya he mencionado, si el espíritu tenía alguna enfermedad en vida, entonces la persona poseída por él enfermará ahora de lo mismo. De esta manera, en una persona pueden anidar muchas enfermedades. Unos espíritus pueden ser más fuertes que otros, tal y como sucede con las personas vivas. Cuando el espíritu asume el control sobre el cuerpo de la persona, junto con esa dominación se manifiesta también la enfermedad. También puede suceder que en el interior de la persona se libre una lucha incesante por el control de su cuerpo. En una situación así, unas veces un espíritu está al mando, y otras veces otro. La persona puede no darse cuenta de ello, pero normalmente el entorno se percata de que ese mismo individuo a veces es sumamente callado, otras es un guasón, y otras se deja llevar por ataques de furia. Decimos que una persona así tiene un temperamento cambiante. Cuando estos cambios nos suceden a menudo o no sabemos controlarlos, son un motivo por el que merece la pena preguntarse si no nos habrán poseído los espíritus. (...)